NOTA DE LA REDACCIÓN
Este grupo tiene la suerte de contar con un cronista que nos descubre las bellezas de la naturaleza y del alma. Gracias Pablo por el deleite de tu escritura.
Cuaderno de viaje
Tres días en Las Merindades
del 17 al 19/06/2022
Contenido
9
La magia del hayedo de Bezana
11
El lugar donde habita el recuerdo
1 La noche
en vela
Un viaje comienza antes de
emprender la marcha. Uno trata de imaginar lo que se va a encontrar, los
paisajes y monumentos que va a contemplar, las personas que va a conocer. Uno
consulta el tiempo, repasa lo que se tiene que llevar y con quien va a compartir
el viaje. Antes de tomar cualquier medio de locomoción, ya hemos viajado con la
imaginación. Yo, al menos, llevo tiempo haciéndolo, desde que Begoña nos
propuso pasar tres días en Las Merindades. Paso las horas trazando en mi cabeza
la mejor ruta para llegar hasta allí, imaginando como será aquel lugar, quien
lo habitará, qué aves me puedo encontrar… Y cuento los días para iniciar el
viaje: diez, nueve, ocho… Mañana, por fin, comienza.
Hace rato que ha caído la noche y
el termómetro marca todavía unos desesperantes 34ºC. Mi equipaje ya está
preparado y repaso mentalmente si he olvidado algo. A buen seguro, algo echaré
de menos. Lo dejo todo a los pies de la cama y me asomo a la ventana. La calle
está desierta, iluminada por la luz anaranjada de las farolas que incrementan
la sensación de sofoco. Y vuelvo a pensar en Las Merindades, en el norte, tal
vez para alejar de mi cabeza este calor agobiante. Busco entre mis recuerdos la
última vez que estuve allí. Me pregunto si aún encontraré aquellos paisajes
verdes y amables que conocí cuando viajaba camino de Santander, si seguirán los
pueblos oliendo a heno y leña, si las viejecitas seguirán sentadas en las
puertas de sus casas mirando los coches pasar y las vacas pastando indolentes
en los prados.
Un perro ladra en la distancia
rompiendo el silencio de la noche y haciendo que mi mente regrese de Las
Merindades. Una ambulancia pasa veloz tiñendo de destellos azulados las
fachadas de mi calle. Y especulo si ambas cosas tienen alguna relación e invento
una historia rocambolesca en mi cabeza que me distraiga en esta noche en vela.
Vuelve el silencio de nuevo a mi
barrio, pero el sueño no se presenta esta noche. Demasiado calor. Demasiada
expectación. Saco de mi cartera de cuero un cuaderno negro, mi rotulador Pilot
0.7 de color azul y me voy a la cocina buscando algo de alivio a este calor
insoportable. Y comienzo a escribir:
Un viaje comienza antes de
emprender la marcha…
Cuaderno de viaje 15 de junio de
2022
2 Rumbo
norte
Pasado Burgos, hacemos una breve
parada, el tiempo justo para tomar una cerveza sin alcohol y cambiar de
conductor. Ahora soy yo quien conduce el rutilante qashqais por carreteras
secundarias en dirección a Villarcayo. Nos dirigimos a la Castilla más cantábrica,
allí donde se presiente el mar.
Cruzamos el páramo de Masa y, a
falta de árboles, el bosque lo forman cientos de aerogeneradores que rompen la
línea sinuosa de las montañas del horizonte. Sus aspas giran enloquecidas a
nuestro paso, como si quisieran darnos la bienvenida, o despedirnos con airados
aspavientos (nunca mejor dicho). Desde el alto de Las Mazorras, la carretera se
precipita zigzagueante hasta el valle de Valdivieso. ¡Ya nos encontramos en
Merindades! Aquí el aire ya huele distinto, la tierra tiene otro color, el
cielo, otras nubes… Un paisaje que, inevitablemente, me lleva a la infancia sin
saber la razón de ello. Hay otros escenarios que debería sentir más próximos y,
sin embargo, es aquí donde presiento mi niñez. Tal vez solo sea este el motivo
de este viaje, encontrarme con ella.
Atravesamos el desfiladero de Los
Hocinos llevando a nuestra vera al Ebro. Aguas abajo, el gran río ibérico ha
creado uno de los cañones más espectaculares de la Península. Repaso
mentalmente cual será nuestro programa en estos próximos días y compruebo con
agrado que visitaremos este paraje de paredes calizas tapizadas de encinas y
enebros, además del hermoso pueblo de Orbaneja del Castillo que se encuentra en
sus cercanías.
Pasados unos kilómetros, el río
sigue su camino y nosotros el nuestro.
Enfilamos las primeras calles de Villarcayo, desangeladas y anodinas.
Siempre me he preguntado por qué no se ha cuidado la estética y el urbanismo de
nuestros pueblos. Muchos de ellos han crecido de manera desordenada, anárquica,
olvidándose de la arquitectura tradicional y del buen gusto. A nuestro paso,
surgen naves abandonadas y arruinadas, algún restaurante donde sospecho que dan
bien de comer y un par de rotondas (¡menudo negocio este de las rotondas!). Y
atrás dejamos Villarcayo sin tener la oportunidad de conocerlo en profundidad,
¡ya habrá otra ocasión!, me digo, y nos dirigimos a Medina de Pomar. Allí nos
esperan Olga, Floren, Sonsoles y Conchita.
3 Medina de
Pomar
Las dos torres del Alcázar de los
Contestables se divisan unos kilómetros antes de llegar a Medina de Pomar. Se
alzan en medio del abigarrado caserío y parecen un par de faros que invitan al
viajero a dirigirse allí. Nosotros así lo hacemos y aparcamos el vehículo de
José Antonio junto a ellas. En una ocasión, un amigo me dijo que dentro de
aquellos muros había más historia que en todo los Estados Unidos. Tengo amigos
exagerados, lo reconozco, pero también ilustrados y sinceros, así que algo de
verdad se esconderá en tan atrevida afirmación.
En seguida damos con Floren,
Olga, Sonsoles y Conchita y los seis deambulamos por la calle Mayor en busca de
un bar donde comer algo. A las tres de la tarde, las calles de Medina están
desiertas, los vecinos se refugian en sus casas huyendo del calor a excepción
de un par de parroquianos que, con curiosidad, nos preguntan de dónde venimos y
a donde vamos. No me atrevo a entablar una discusión filosófica sobre estas dos
grandes cuestiones de la vida, así que les contesto simplemente sobre nuestra
procedencia y destino. Parecen quedar satisfechos de la respuesta y, a
continuación, hablamos del tiempo y del futbol, dos temas recurrentes que no
generan, en esta ocasión, controversia alguna. Pero a mí me hubiera gustado que
nuestra conversación hubiera girado por esos intricados vericuetos de la
existencia humana... ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?
Tras despedirnos de ellos,
entramos en el café El Siglo. El local está vacío y en penumbra, pero el lugar
invita a quedarse. Tal vez sea debido a que la temperatura es algo menor que en
el exterior, o a los numerosos pinchos que se ofrecen, en ordenada formación,
tras la vitrina de la barra. Sea por la razón que fuera, tomamos asiento en
unos taburetes entorno a una pequeña mesa y pedimos croquetas, ensalada,
tortilla… y cervezas. Hay lugares donde uno se encuentra a gusto y el café El
Siglo es uno de ellos. Quizá sea en estos fugaces instantes cuando uno logra
entender el sentido de la vida.
Cuando salimos del bar, las
calles continúan vacías, en silencio, envueltas en una atmosfera sofocante como
si una bola de fuego se hubiera desparramado por todas ellas. Caminamos de
nuevo por la calle Mayor adornada por numerosas pinturas que cuelgan de los
muros de las casas. Se trata de una iniciativa del Ateneo de Medina con el fin
de dinamizar la vida cultural del pueblo y promocionar a los artistas locales.
Las obras, con mejor o peor ejecución, sirven para dar un toque de color a las
fachadas de las casas y, de paso, ocultar alguna que otra grieta en la pared.
Nuestros pasos nos llevan hasta
una plazuela coqueta y reluciente donde el pueblo se asoma al río Trueba. Un
poco más allá, se encuentra el convento de Santa Clara, pero nosotros ya no
estamos para sumergirnos en la vida monacal. Damos media vuelta y cogemos los
coches para dirigirnos a Espinosa de los Monteros, nuestro destino final.
4 Josu
A las cinco y media de la tarde
cae un sol de justicia sobre la plaza principal de Espinosa de los Monteros.
Hace rato que hemos llegado todo el grupo, nos hemos alojado en nuestros
respectivos hoteles (El Rincón y Sancho García) y ahora nos congregamos entorno
a un tipo alto y desgarbado. Se trata de Josu, la persona que nos enseñará la
comarca de Las Merindades durante este fin de semana.
Josu no para de hablar y su voz
se proyecta potente sobre nuestras cabezas y flota unos segundos antes de
desvanecerse con la llegada de nuevas palabras. Habla con entusiasmo, ese que
tienen aquellos que hacen algo que sienten y aman. “En pocos lugares de nuestro
país confluye tanta historia, cultura y naturaleza como aquí”, dice mientras
mis ojos se posan en el enorme escudo heráldico que adorna la fachada del
palacio de Chiloeches al otro lado de la plaza.
Josu continúa contándonos cosas
de Las Merindades: del comercio de la lana merina que pasaba por aquí camino de
los puertos cantábricos; del nacimientos del castellano en los monasterios
cercanos; de la riqueza de ecosistemas que dan cobijo a numerosas especies; de
los árboles; de los pájaros…
Cuando termina de presentarse,
aplaudimos todos a coro y nos dirigimos a los vehículos para iniciar nuestro
periplo por esta tierra norteña y castellana. Yo lo hago en el suyo, una
desvencijada furgoneta azul, junto a José y tengo la ocasión de conocerle en el
trayecto un poco mejor.
Se llama Josu Olabarría, vasco de
Bilbao, aunque se siente más vinculado a esta tierra burgalesa en la que habita
desde hace más de cuarenta años. Camino del pueblo de Las Machorras (curioso
nombre para un lugar) nos cuenta cosas de Las Merindades, de su trabajo y de
sus dos hijos que siguen el rastro de los animales mejor que él. “Y me jode”,
dice con una sonrisa en su rostro, “porque yo he tenido que esforzarme,
estudiarlo en los libros, y ellos, sin embargo, lo tienen innato, lo han vivido
desde pequeños”.
Los dos compartimos afición por
los pájaros y pronto nuestra conversación gira en torno a ellos. “Las perdices
pardillas son como las cabras, en cuanto se espantan sale cada una por su
lado”, y añade golpeando mis rodillas con la mano para enfatizar su afirmación:
“Las perdices comunes son distintas, como las ovejas, todas vuelan en la misma
dirección”.
Esa tarde recorremos con Josu la
ribera del río Trueba para cortar varas de avellano en su orilla, visitamos la
cascada de Guargüero con sus pozas llenas de renacuajos y subimos al puerto de
Lunada para ver, desde allí, la verde Cantabria. Y mientras permanezco a su
lado en su desvencijada furgoneta azul, escucho su voz potente que me cuenta
cosas, como que el olor a tierra mojada se llama petricor y que la semana
pasada siguió las huellas de un oso en compañía de sus hijos. Y con su sonrisa
perenne dibujada en su rostro, golpea con afecto mis rodillas contándome todas
estas cosas.
5 Mirador de
Covalruyu
Por el espejo retrovisor de la
furgoneta de Josu veo la hilera de coches que nos siguen. Deben de ser siete u
ocho; tal vez alguno más. Nos dirigimos al puerto de Lunada para echar un
vistazo a los valles cántabros de esta comarca pasiega. Mientras circulamos por
la empinada carretera, no puedo apartar los ojos de este paisaje espectacular:
prados verdes salpicados de cabañas, como si estas hubieran caído del cielo y
se hubieran quedado aferradas a las vertiginosas laderas manteniendo
equilibrios inexplicables.
Josu no para de hablar, de
contarnos cosas a José Antonio y a mí con un entusiasmo desbordante. Y a cada
comentario, golpea mis piernas como si quisiera rescatarme de mi
ensimismamiento ante lo que contemplo. El paisaje lo es todo en este lugar, es
algo que te atrapa, que penetra en tu interior con seductora violencia. Sin
pedir permiso. A veces pienso que pertenecemos a un lugar, a un escenario donde
nuestro alma habitó en otro tiempo. Al coronar el alto de Lunada, tengo la
certeza que este es el paisaje donde siempre se refugiaron mis pensamientos.
Un poco más allá de la divisoria
entre Castilla y Cantabria (siempre he considerado que ambas son Castilla) se
encuentra el mirador de Covalruyu. Aparcamos los coches (y la furgoneta de
Josu) en el arcén y caminamos cien metros para contemplar el panorama. Un
viento fresco, con esencias marinas, nos recibe al asomarnos; hay que echar
mano a una chaqueta o bien bajarse las mangas de la camisa. Agarrados a la
barandilla de madera que nos protege del abismo, admiramos este paisaje donde
el verde inunda nuestros ojos. Las laderas desprovistas de árboles me parecen
inmensos toboganes verdes y fantaseo con deslizarme por ellas para ir a las
playas de Laredo y Castro Urdiales. Persigo con la mirada la sinuosa carretera
gris que, entre prados y nieblas, desciende hasta perderse en el valle. Parece
una inmensa serpiente que juega a enroscarse por las faldas de las laderas para
comerse a los niños que osen a deslizarse por ellas para llegar al mar…
El graznido áspero de las chovas
me saca de mis ensoñaciones y acelero el paso para incorporarme al grupo que ya
regresa a los vehículos. Y en medio de este inmenso escenario verde que nos
acoge, pienso que somos diminutas motas de colores, leves y fugaces.
De nuevo en la furgoneta de Josu
camino de Espinosa, fijo la mirada en la ventanilla escudriñando las sombras
que presagian la noche. Siento lejana la conversación de Josu y José Antonio,
como si fuera la onda amortiguada que produce una piedra arrojada en el agua.
Mi pensamiento ya no está aquí, está prendido en el mirador de Covalruyu,
soñando con toboganes verdes que me lleven hasta el mar.
6 La
Mantequería
Ayer cenamos en La Mantequería
(Espinosa de los Monteros) y hoy he vuelto de nuevo hasta aquí para tomar el
primer café del día, ese que me recuerda que aún estoy vivo. Lo he hecho
temprano, cuando el silencio aún se adueñaba de las calles y el sol se escurría
tímido por los tejados orientados al mediodía. Pero antes de llegar hasta aquí,
me he dado un paseo por las calles de Espinosa en compañía de José Antonio.
Espinosa de los Monteros es una
localidad contradictoria, donde se contraponen preciosos palacios y casonas
solariegas con edificios modernos de dudoso gusto. Quizás refleje esta
mezcolanza urbana la verdadera esencia de lo humano: lo mejor y lo peor conviviendo
juntos, la exquisita armonía de la arquitectura rural junto a bloques de pisos
fríos y desangelados. No obstante, el pueblo aún conserva parte de la belleza
que le dio el tiempo y el poderío económico de antaño, como la plaza de Sancho
García, centro neurálgico del municipio, con su Ayuntamiento porticado, su
palacio de Chiloeches, sus soportales y esos árboles trasmochados tan
característicos de las plazas castellanas.
Hemos caminado por sus calles que
evitan la línea recta, observado los caserones consumidos por el tiempo y el
olvido y nos hemos asomado a los jardines donde se adivinaba alguna huerta con
sus tomateras. Un gato pardo se ha cruzado a nuestro paso, ha subido a una
tapia y, desde allí, nos ha mirado con desdén. Las golondrinas revoloteaban en
un cielo azul afanándose en sacar adelante su nidada. Las golondrinas siempre
vuelven al mismo lugar, igual que nuestros recuerdos.
Nuestra ruta nos ha conducido
hasta la carretera que atraviesa el pueblo e, inevitablemente, a La
Mantequería. La tranquilidad de las calles se cuela en este local iluminado por
una luz tenue que hace agradable la estancia. Varios artilugios de los que se
empleaban para hacer la mantequilla
adornan el bar y justifican el nombre del establecimiento. Un hombre de mediana
edad, pelo cano y sonrisa afable nos recibe detrás del mostrador. Intuyo que se
trata del dueño. Tostadas con mantequilla y café para desayunar; zumo de
naranja también para José Antonio. Enseguida se nos une Elías, que ha tenido la
misma idea de venir a primera hora a La Mantequería, y, sin dudarlo, pide un
yogur, uno de esos maravillosos yogures con los que terminamos ayer la cena.
Mientras doy los primeros sorbos
a mi café (excelente, por cierto), presto atención a la conversación que
mantienen tres hombres sentados en torno a una mesa en un rincón. Sus rostros
curtidos delatan una vida dura llena de soledades, lluvias y soles. Hablan de
su ganado y del tiempo. Lo hacen de manera lacónica, resignada, con la
convicción de que es inútil enfrentarse a los designios de los cielos y la
Administración. Sospecho que esa misma conversación se ha repetido aquí durante
muchos años, quizá durante siglos.
Dos nuevos clientes entran en La
Mantequería y se apostan en la barra junto a nosotros. Son hombres mayores, con
boina negra —apenas se ven ya viejos con boina negra—, y saludan al dueño con
esa confianza que da el haber pasado muchas mañanas aquí. Tal vez, haber
compartido también las largas tardes de invierno entorno a unos naipes y una
copa de orujo mientras caía la nieve. “Hoy apretará el calor; llegaremos a los
40ºC”, dice uno de ellos. “Hoy apretará el calor”, corrobora el dueño poniendo
dos cafés cortados sobre el mostrador.
Los ganaderos siguen a lo suyo,
hablando de las vacas y del lobo mientras nosotros terminamos el desayuno y nos
despedimos de La Mantequería hasta la hora de cenar. Afuera, el sol pugna por
arrebatar las últimas sombras que dan algo de frescor a la mañana. Los tres
enfilamos la carretera hacia la plaza de Sancho García donde nos espera Josu y
el resto del grupo del club Mirasierra para comenzar la jornada en el hayedo de
Quisicedo y la cascada de La Salceda.
Y me digo: “Hoy apretará el
calor”, clavando la mirada en un cielo azul e impoluto.
7 Un
instante de felicidad
Fijo la mirada en ese líquido
ambarino atrapado en mi copa de cristal. La luz del medio día arranca bonitos
destellos de ella y, según la voy girando, va tomando diferentes tonalidades.
Observo las diminutas burbujas que, una tras otra, se desprenden de las paredes
y ascienden hasta la superficie. Se me ocurre que si no estuviese esa espuma
blanca que hace de tapón, el aire se llenaría de gotitas de cerveza. Y sonrío.
Sentado junto a José Vicente,
Conchita y José Antonio en la terraza del bar Las Machorras, no me decido a dar
el primer trago. Continuo un instante mirando mi copa y luego desvío la mirada
a las afueras del pueblo esperando que el resto del grupo regrese de la cascada
de La Salceda. Hemos subido hasta allí esta mañana por el hayedo de Quisicedo,
cobijados por la amable frescura que nos proporcionaba la arboleda y evitando
el sofocante calor de este día. El salto de agua ha surgido al final de la
senda, como si se tratase de un premio tras el esfuerzo, al igual que esta
cerveza que tengo ante mis ojos. Allí he sumergido mis pies en las aguas frías
de la cascada mientras escuchaba las risas y el chapoteo de los que han optado
por darse un baño. Y he pensado que, a veces, puedes atrapar un instante de
felicidad en un charco de agua.
De regreso, José Vicente,
Conchita y yo hemos tomado el camino equivocado, el mismo que nos ha traído
hasta La Salceda, mientras el resto, guiados por Josu, abandonó la sombra
protectora del hayedo para regresar al pueblo de Las Machorras por otra ruta más
inhóspita y calurosa. José Antonio se nos ha unido a mitad del camino
preocupado por nuestro despiste.
La espuma de mi cerveza se diluye en mi copa igual que lo hacía la espuma de La Salceda corriendo aguas abajo. Varios gorriones se agolpan chillando junto a nuestra mesa. El sol se esconde tras la morera que nos da la sombra y un milano cruza el cielo. Y por fin, una polvareda lejana anuncia la llegada del resto del grupo. No pregunto cómo ha sido la ruta que han tomado. No me hace falta. Veo la expresión exhausta de sus rostros, sus cabezas sumergidas en la fuente cercana, sus movimientos lentos que tratan de conservar la escasa energía que se les escapa por los poros de la piel. A ellos también les espera una buena cerveza. Y, entonces, como si ya tuviera el permiso para hacerlo, tomo mi copa, la acerco a mis labios y doy un buen trago. El líquido amargo cruza mi garganta y cae dentro de mi estomago como si fuese una cascada. Y pienso que, a veces, se puede atrapar un instante de felicidad en un sorbo de cerveza.
8 Ojo
Guareña y Puentedey
Huyo de los mundos oscuros y
claustrofóbicos y, sin embargo, ¡ya ves!, aquí estoy, junto a todos los demás,
poniéndome un casco de obrero de la construcción dispuesto a sumergirme en las
entrañas de la tierra, a dejarme engullir por la montaña y penetrar en este
laberinto cavernario de Ojo Guareña: la cueva más larga y profunda según
aseguran algunos espeleólogos. Y uno tras otro, como si fuéramos hormiguitas de
colores, penetramos en su interior. Una amplia sala, apenas iluminada por la
tenue luz que se cuela por la verja de acceso, nos recibe. En ella hay varios
bancos de madera ordenados en tres filas y una gran pantalla. Detrás de esta,
surge una boca negra y misteriosa, ¡sobrecogedora!, que conduce a diferentes
zonas de la cueva: una red de pasillos y galerías, de recovecos, de salas
inmensas donde cabe un petrolero y pequeños agujeros por donde apenas entra el
soplo quejumbroso del aire. Mi mirada se detiene en esa oquedad sin prestar
atención a las imágenes que se proyectan en la pantalla y que con voz acogedora
narran el proceso de formación de la cueva. Mi pensamiento está en esa
claustrofóbica oscuridad frente a nosotros y me estremezco al imaginar lo
frágiles que somos dentro de esta barriga rocosa; un mundo de estalagmitas y
estalactitas, de seres microscópicos por descubrir, de tinieblas perpetuas, de
aguas subterráneas que, siglo tras siglo, horadan las calizas, de decenas de
kilómetros inexplorados…
Cuando la proyección toca a su
fin y la pantalla se apaga, una muchacha nos anima a que la sigamos por un
pasadizo que desciende suavemente al interior. Se trata de nuestra guía en esta
visita y, en fila de a uno, vamos detrás de ella. Yo me quedo el último para
escuchar el atronador silencio que nos rodea, únicamente roto por el murmullo
lejano del fluir de las aguas. Tal vez este silencio me reconcilie con este
mundo subterráneo. Tal vez este silencio me transporte a mis paisajes del
pasado. Tal vez este silencio me lleve a mi niñez.
La muchacha inicia su explicación
y sus palabras resuenan herméticas dentro de esta cavidad rocosa. “La
temperatura y la humedad son aquí constantes a lo largo de todo el año”, nos
dice y agrega: “En estos habitáculos que encontramos a lo largo del pasillo,
guardaban los vecinos el grano y los víveres en tiempos de pillaje.” Tiempos
remotos que quiero creer que nunca regresarán.
El pasillo desemboca en una
ermita rupestre en honor a San Bernabé. El templo está profusamente decorado
con pinturas en la roca sobre los milagros y martirios del santo. A mí se me
antojan un tanto infantiles, sin mucho fuste, y me viene a la cabeza la bonita
exposición pictórica que el día anterior contemplamos en Medina de Pomar. Tal
vez, alguno de los autores de esas obras podría redecorar de nuevo este
singular templo, me digo.
Cuando salimos del vientre de la
tierra, abro la boca de par en par como si fuese un pez fuera del agua. Me dejo
acariciar por el sol de la tarde y contemplo el horizonte lejano para llenarme
de esos espacios abiertos que anhelo. Unas cabras descaradas se acercan a
nuestro grupo para salir retratadas en la foto que nos hacemos todos juntos.
Tras inmortalizar el momento, descendemos por un sendero donde se encuentra el
sumidero del Guareña. El río desaparece tragado por la tierra para seguir
esculpiendo las entrañas de la montaña y nosotros seguimos nuestro camino hacía
nuestro próximo destino: Puentedey
Puentedey está de fiesta y hay
música y baile en las calles, y barbacoa para las autoridades que se han
acercado hoy a este pueblo. Por lo visto, la localidad ha sido galardonada con
el título de “pueblo más bonito de España en 2022” y, a juzgar por lo que veo,
parece un premio merecido.
Puentedey se asienta sobre un
puente natural, un enorme agujero por donde circulan las tranquilas aguas (al
menos hoy) del río Nela. El caserío se alza sobre el puente y trepa perezoso
hasta la iglesia románica de San Pelayo que corona el pueblo.
Yo subo por sus calles y dejo
atrás el bullicio de la fiesta. Desde la plazuela donde se encuentra la
iglesia, observo la belleza que forman pueblo y paisaje: un minúsculo universo
de tejados rojos asentado en un valle verde y sereno tan solo quebrado por la
herida líquida del rio Nela y esa enorme oquedad a modo de túnel. Y desde aquí me llega lejano el sonido de la
dulzaina y el tambor. Puentedey está de fiesta y hay música y baile en las
calles, y barbacoa para las autoridades que se han acercado hasta aquí.
9 La magia
del hayedo de Bezana
Hay quien cree que los hayedos
son bosques encantados. Yo soy uno de ellos. Cuando nos internamos en el hayedo
de Bezana, todo me parece mágico, con cierto halo de misterio, de cuento de
hadas. No lo puedo evitar; mi pensamiento vuelve a viejas historias contadas en
mi infancia. Tal vez aquí se encuentre ese paisaje ancestral que busco en este
viaje a las Merindades.
Caminamos por la senda estrecha
que marca la arboleda; una línea sinuosa, algo caprichosa, que nos conduce a
las entrañas del bosque. Nuestras botas remueven la materia orgánica que cubre
el suelo: miles de hojas en descomposición, minúsculos insectos que pululan
entre ellas, hongos, bacterias… Hay todo un mundo complejo bajo nuestros pies.
El sonido de las pisadas se une a
un coro de voces y risas. Y el bosque guarda silencio. Las aves callan y tan
solo los árboles murmuran una leve melodía producida por el viento en sus
copas. Yo enmudezco al igual que el hayedo y fantaseo con la idea de que somos
“rostros pálidos” internándonos en el territorio sagrado de gnomos y duendes.
Pero venimos, esta vez, en son de paz.
En pocos minutos llegamos a la
cascada de las Pisas. Apenas tiene agua; tan solo un hilo transparente y sutil
que se precipita desde cierta altura uniendo el cielo y la tierra. Este año, el
verano viene temprano, seco y caluroso. Ayer lo sufrimos. Hoy también. Mañana,
quizá.
El lugar es bonito: un anfiteatro
tapizado de verde donde se disponen decenas de rocas formando un hermoso caos.
Nos apostamos en este escenario y tomamos las fotos de rigor. Siempre me digo
que las fotos nunca hacen justicia a lo que observamos, pero nos empeñamos en
sacarlas para mostrarlas, unos días más tarde, a personas que nunca imaginaran
la belleza del lugar. ¿Puede una foto mostrar un olor o un sonido? ¿Puede
transmitir el roce de una mano? ¿Un beso?
Abandonamos la cascada y seguimos
el curso del arroyo de la Gándara guiados por Josu. Yo me quedo el último y
echo un fugaz vistazo a lo que dejamos atrás. Y reconozco que, en más de una
ocasión, volveré con mi mente a este paraje.
El sol penetra en el hayedo en
infinidad de diminutos rayos que nos van tocando uno a uno como si fuesen
varitas mágicas. Iluminan por un instante nuestros cabellos, nuestros rostros,
el sendero por donde caminamos… Luego, desaparecen esos haces de luz y surgen
otros nuevos. Este juego de luces y sombras crea todas las tonalidades de
verdes que pueda uno imaginar: verde-claro, verde-oscuro, verdeazulado,
verde-esmeralda, verde-verde... ¿Cuántos verdes pueden existir?, me pregunto
mientras vislumbro las casas de Villabascones de Bezana anunciando el final de
esta excursión.
El pueblo es diminuto, apenas
cuatro casas cuidadas con esmero. Se encuentra a unos siete kilómetros de
Soncillo, que es localidad de más entidad. Pero a mí me gustaría quedarme aquí
para siempre y asomarme por las noches a este hayedo para sorprender a duendes
y hadas recorriendo los mismos senderos por donde hoy hemos transitado
nosotros.
Cuaderno de viaje 18 de junio de 2022
10 Orbaneja
del Castillo
Orbaneja del Castillo no tiene
castillo o, mejor dicho, todo el entorno donde se asienta el pueblo es un
enorme castillo: los riscos calizos que lo rodean simulan las murallas de una
gran fortaleza con sus almenas, torreones y arcos. El río Ebro, que discurre
junto a la localidad, hace las veces de foso defensivo protegiéndola de
supuestas invasiones hostiles. Pero lo que no puede evitar el río, ni las
empinadas laderas, es la llegada de cientos de turistas que, por estas fechas,
toman Orbaneja del Castillo. Nosotros también somos parte de esa tropa y,
después de aparcar nuestros vehículos en la entrada del pueblo, nos desplegamos
por sus calles y callejones para dejarnos seducir por el lugar.
Orbaneja es un pueblo bonito,
¡muy bonito!, y bien merece la pena tomar pacíficamente esta fortaleza. Aquí,
entorno y caserío se dan la mano para crear un paisaje espectacular. Las casas
conservan todavía esa arquitectura rural, tan difícil de apreciar ya en muchos
de nuestros pueblos, y trepan abigarradas y coquetas por la ladera del mediodía
para asomarse con descaro al Ebro. Y para hacer aún más atractivo este lugar,
un arroyo parte en dos al pueblo y sus aguas corren alocadas por las calles
hasta precipitarse en una cascada al encuentro del Ebro.
Pero antes de llegar hasta aquí,
hemos hecho una breve parada en el cañón del Ebro. Desde una atalaya, hemos
contemplado esta profunda herida que ha trazado el río en la paramera
burgalesa. Hemos sentido el vértigo de asomarnos a un abismo, la armonía que
transmite el entorno, la placidez de los buitres leonados volando bajo nuestra
mirada, el discurrir tranquilo de las aguas oscuras de río… Las paredes del
cañón vestían un enmarañado dosel de encinas, quejidos y enebros y, escoltando
al Ebro, chopos, alisos y sauces. ¡No se podía pedir más a este paisaje!
Comemos en Orbaneja (mesón El
Rincón). Desde un extremo de la mesa, miro a todo el grupo y siento la tristeza
al saber que este viaje toca a su fin, pero, también, que han merecido la pena
estos tres días intensos, aunque, a veces, sofocantes. Y hablo con Begoña, que
se encuentra frente a mí, y le agradezco el habernos traído hasta esta tierra
de la vieja Castilla.
Pero antes de la despedida, aún
nos queda tiempo para dar un pequeño paseo, el último, y contemplar el pueblo
desde cierta distancia para ver Orbaneja del Castillo y atestiguar su
belleza.
11 El lugar
donde habita el recuerdo
Un viaje no termina tras el
regreso. Siempre nos queda la promesa de volver y el recuerdo de lo vivido.
Hay lugares que me atrapan y los
siento como propios. Esta sensación la he tenido en Las Merindades durante
estos tres días que he viajado por esas tierras en compañía de mis amigos del
club Mirasierra. Tal vez aquellos paisajes y pueblos que he visitado me hayan
devuelto, en cierto modo, a mi niñez, a esa que, según dicen algunos, es la
verdadera patria de cada uno, esa que siempre ando buscando.
Observo mi equipaje abandonado en el suelo aún
sin deshacer, como si quisiera conservar la esperanza de que mañana voy a
regresar de nuevo allí, y mi imaginación vuela de nuevo a esa comarca del norte
de Burgos, a recorrer hayedos encantados, cañones profundos labrados por el
Ebro y a deslizarme por laderas verdes que me llevan hasta el mar.
A veces creo que pertenezco a un
lugar perdido entre montañas, a un escenario donde mi alma habitó en otro
tiempo.