10 Participantes. Guía: Gonzalo Fernández
Crónica por Pablo Olavide.Los chorros del Manzanares
“Conozco bien los caminos
conozco los caminantes
del mar, del fuego, del sueño
de la tierra, de los aires.
Y te conozco a ti
que estás dentro de mi sangre”
Vienen a mi cabeza estos versos de Miguel
Hernández mientras mi vehículo franquea la barrera que da acceso a La Pedriza.
Conozco los caminos y los caminantes y siento emoción ante el encuentro cercano
con ambos. Ha sido mucho tiempo, tal vez demasiado, desde la última vez que
visité estos parajes, desde la última ocasión que me encontré con ellos.
En el aparcamiento de Machacaderas (sugerente
nombre) espero impaciente la llegada de los caminantes. Y mientras lo hago,
observo este entorno del Guadarrama que me rodea y acoge, estas piedras grises
y húmedas que se desparraman por la ladera creando un paisaje hermoso y
caótico. Piedras que desafían la gravedad y el equilibrio y que juegan a crear
figuras caprichosas.
A las nueve en punto, emprendemos la marcha
hacía los chorros del Manzanares. Hoy somos diez, un número redondo, y de nuevo
vuelvo a percibir esa agradable sensación de emprender un camino, de dar un
paso tras otro sabiendo que el último me llevará a mi destino. Pero este final
no me interesa, tan solo quiero disfrutar de la sensación de caminar y
encontrarme con la conversación amable, distendida y cordial de mi compañero de
caminata. No quiero fijarme en el itinerario, ni en los lugares o hitos por
donde paso; hoy, tan solo, quiero percibir las sensaciones que me producen este
encuentro con la montaña y los amigos.
Remontamos el Manzanares por su orilla derecha
y este será la esencia de la ruta, el hilo conductor que nos llevará a ese
lugar donde sus aguas se precipitan en un enloquecido torrente. Y hoy estas
aguas rugen en un río de caudal generoso tras las lluvias, las benditas lluvias,
de los últimos días. Y esta humedad lo impregna todo: el camino, los árboles,
las piedras…, nuestras palabras. Una humedad que penetra en nosotros y nos hace
percibir el aroma de la jara, el pino albar, el enebro. El olor de la tierra
mojada tiene algo ancestral, primigenio. Es un anuncio prometedor.
Según avanzamos, mi mirada se pierde en esas
nubes que se aferran a las cimas, allí donde La Pedriza toca el cielo, y
presagian la llegada del inminente aguacero. Y yo me dejo llevar por el estruendo
del río que golpea las rocas que se interponen a su paso. Siempre me ha gustado
el sonido que provoca el agua: el oleaje del mar, la lluvia, un arroyo de
montaña…, el Manzanares. Me resulta hipnótico, igual que el fuego de una
hoguera, o el sonido grave del cencerro de un buey.
El camino se vuelve sendero en el Puente del
Francés, pero nosotros no abandonamos este río que nos lleva y nos trae y lo seguimos
por su margen derecha. Ahora nos internamos en el bosque de pinos silvestres,
un ejército de casacas verdes y fustes anaranjados que aloja a petirrojos,
pinzones, carboneros, trepadores y reyezuelos. Sobre la copa de un pino, se
exhibe descarado un arrendajo. Otras aves más discretas, más recelosas, se
esconden en su espesura. Es el caso del azor que, a buen seguro, nos observa
desde alguna atalaya.
Unos metros más allá, en el Puente del Retén —una
modesta pasarela de madera restaurada hace unos años—, cambiamos de orilla y
dejamos el río a nuestra izquierda. La senda se vuelve agreste y trepa con
ímpetu por la ladera entre brezos, piornos y enebros rastreros. El final de la
ruta se intuye próxima; así lo anuncia el rugido del agua que lo envuelve todo
y ahoga nuestras palabras.
Encaramados a una piedra, observamos el
espectáculo que nos brinda el Manzanares: la loca carrera de sus aguas hacía el
abismo, la roca húmeda y gris que lo acoge y los amables encinares que se
atisban más allá de La Pedriza. Madrid surge lejano en el horizonte como si se
tratase de un escenario ajeno a nosotros. Y este es el lugar elegido para
retomar fuerzas mientras un tímido aguacero, ese que anunciaban las nubes, nos
acompaña.
Yo me dejo llevar por el paisaje que contemplo.
A menudo encuentro algo sublime en la mirada de algo puro y armonioso. Este es
el caso. Hay instantes que parecen eternos. Hay lugares que parecen que siempre
han estado dentro de nosotros.
El aguacero se obstina en no cesar y decidimos regresar.
Lo hacemos por el mismo itinerario, siguiendo el mismo sendero, el mismo
camino, pero nunca es el mismo paisaje el que observamos. Nuestros ojos ven otra
perspectiva, otras montañas, otros árboles. Otra luz. Echamos una última mirada a nuestra
espalda y comprobamos que las nubes que se aferraban a las cumbres se han
disipado desvelando aquello que escondían: un manto blanco sobre Cuerda Larga.
Junto a nuestros vehículos se encuentra el bar
Alta Montaña. Parece un oasis en este entorno agreste y hermoso. Es la ocasión
para tomar una cerveza, hacer nuevos planes y retener en mi memoria esas
sensaciones que hoy he vuelto a sentir.
Ya en mi coche, escucho la música solemne de
Cristóbal de Morales mientras por el retrovisor observo este paraje que dejo
atrás. Y hago míos los versos de Miguel Hernández:
“Conozco bien los caminos
conozco los caminantes.
Y te conozco a ti, Guadarrama,
que estás dentro de mi sangre.”
Pablo Olavide
El Cuaderno del Navegante 9 de abril de 2022
Los caminantes de esta marcha hemos sido:
Gonzalo Fernández (guía)
Olga de Frutos
Elena Madurga
Pilar Caridad
Alicia Caridad
Marisa Huidobro
Isabel Fernández
Alejandro Gutiérrez
Paco Baquero
Y este cronista.