Cada
uno de nosotros lleva en su interior un paisaje bien sea real o
imaginario. Un escenario donde reposar la mente y el espíritu cuando uno
lo cree conveniente. Puede tratarse de remotas playas paradisíacas o
altas montañas. Tal vez bosques o pueblos y ciudades con encanto. Tal
vez el paisaje de nuestra niñez. A veces no es solo uno, sino varios.
Sea como fuere, siempre hay un lugar, un paisaje, con el cual nos
identificamos y deseamos acudir a él de manera física o mental. Para mí,
de estirpe castellana por parte de madre, ese sitio son las Hoces de
Riaza, en el corazón de la vieja Castilla, y hoy tengo la fortuna de
enseñárselo a mis amigos. Nada hay más gratificante que compartir “los
tesoros” con aquellos que apreciamos.
En
el kilómetro 146 de la Autovía del Norte, la A1, se encuentra el pueblo
de Milagros. Mi abuelo siempre lo mentaba al pasar por él, no sé por
qué, pero yo sigo haciendo lo mismo, quizás por costumbre, y cuando
llego aquí me digo: “estamos en Milagros”. Y es en este pueblo donde
hoy nos hemos dado cita, a las 9:15 de la mañana, todos aquellos que
vamos a recorrer las Hoces del río Riaza.
Una
vez agrupados nos dirigimos en caravana a nuestro destino. Cruzamos por
pueblos durmientes, callados (Fuentelcesped, Castillejo de Robledo…), y
circulamos por carreteras por donde solo transita el olvido; es esa
España vacía de la que tanto se habla ahora… El paisaje es austero y
sencillo, de enebros y sabinas. Algún bosquete de encinas, alguno de
pino negral. Y Somosierra, envuelta en nieblas, se adivina en el
horizonte.
Dejamos
los coches (y la moto de José Arcila) junto a la vieja cantera que poco
a poco va recobrando su aspecto natural y emprendemos la marcha.
Descendemos por la carretera de servicio que da acceso al paraje y
enseguida el lugar nos desvela sus encantos: las grandes peñas calizas
de aspecto plomizo y oxidado, el río Riaza abriéndose paso entre chopos y
alisos y ese viaducto del ferrocarril que parece ser la puerta de
entrada a un paraíso perdido. Y los buitres (leonados) posados sobre los
farallones a la espera de encontrar las condiciones óptimas para
emprender el vuelo.
A
los pies de la presa de Linares del Arroyo cruzamos el Riaza por un
rustico puente de madera y lo acompañamos por su orilla izquierda. El
río se arrastra silencioso, manso, e impregna al cañón una quietud
inmaculada.
En
pocos minutos alcanzamos el viaducto de la antigua línea férrea que
enlazaba Madrid con Irún. José Vicente, como buen ingeniero, admira su
elegante y sólida construcción, la armonía con que se integra en el
entorno, los delicados detalles que adornan su estructura... Parece que
viaducto y paisaje se abrazan en perfecta sintonía.
Tras
el puente del ferrocarril, el camino se interna en la espesura, en ese
bosque amable que nos cobija y acompaña. Nuestros pasos siguen al Riaza y
fijamos la mirada en los buitres que dibujan erráticos círculos sobre
el cielo.
Llegamos
al medio día a las ruinas de la ermita del Casuar sumidas en el
abandono. Es el momento de reponer fuerzas y admirar el paisaje. Sobre
las peñas cercanas, un grupo de chovas (pequeños córvidos amantes de
barrancos y campanarios) ejecutan vuelos acrobáticos y rasgan el aire
con sus graznidos. Este sonido tiene algo de primitivo, de salvaje, y a
Mariane estos ecos la transportan al paisaje de su niñez en la
Extremadura. Y a mí también.
Tras
la pausa, más breve de lo que deseamos, emprendemos el camino de
vuelta. Lo hacemos por el mismo sitio, siguiendo nuestros pasos,
volviendo a observar la corriente tranquila del Riaza y los peñascos que
nos protegen. Y los buitres, siempre los buitres, en el cielo como
fieles compañeros de viaje.
En el viaducto ferroviario se vuelve a detener José Vicente, alza la mirada hacia la vieja estructura… y sonríe.
Ya
solo nos queda el último empujón; subir esa carretera que, hace apenas
unas horas, nos llevaba al interior de este espacio natural. Pero
todavía hay tiempo para que Irena nos explique la formación de estas
peñas, su carácter calizo, su origen marino…
Y
tras la última curva del camino, se vuelve a esconder este escenario:
sus riscos de tonos ocres y plomizos, el río Riaza, la mirada
inquisitiva de los buitres y el viaducto del ferrocarril. Se vuelve a
esconder este paisaje que llevo en mi interior y al que acudo con
frecuencia, bien de manera real o imaginaria.
En
total hemos recorrido 13 kilómetros con apenas 130 metros de desnivel,
pero, sobre todo, lo hemos pasado bien. Ya solo nos queda comer en el
restaurante de La Veracruz, en Maderuelo, pero eso, ya es otra historia.
Hemos
participado: Irena Jaroszynska, Begoña Mata, Silvia Caridad, Hedvig
Ekstrand, Sonsoles Herrero, José Herrero, Florencia Martínez, José
Vicente Almela, María Luisa Huidobro, Aida Luque, Teresa Rubio, Conchita
Carvajal, María Franco, Mariane Delgado, Reinaldo Vázquez, Emilio
Rodríguez, Nicole, José Arcila, Javier Rodríguez y este cronista.
¡¡Buena semana, amigos!!
Pablo Olavide.
P.D.
Si alguna vez me pierdo, podréis encontrarme en estas Hoces del Riaza…o
si no, echad un vistazo por el Valle del Lozoya, por si acaso