CRÓNICA DE LA MARCHA SENDERISTA POR EL RIO ANGOSTURA (15 de mayo de 2016) 

       A las nueve y veintisiete iniciamos la marcha desde el aparcamiento del restaurante Pinosaguas liderados por José Vicente, veintiséis caminantes o, según los menos supersticiosos, dos grupos de trece.

Estos eran: Gloria Fernández, Marisa Fernández, José Vicente Almela, Marta, Sonia, Alvaro, Almudena, Mercedes, Gonzalo, Mamen, Andrés, Paula de Prez, Paco Váquero, Aleja, Irena Jaroszynska, María Cacicedo, María Parra, Candelaria González, José Eugenio Soriano, Margarita Menéndez de Luarca, Gonzalo Fernandez Lamana, Pilar Caridad, Alicia Caridad, Lola Rodero, Pablo Olavide

    El río Lozoya, en esta zona llamado Angostura, recibía a fauces llenas las aguas de mayo. Temperatura agradable de 15 grados y cielos despejados, sin la más mínima amenaza de lluvia. Ideal para darse un chapuzón, aunque a nadie se le pasó por la cabeza una hazaña de tal calibre. Éramos, por lo que se vio, un grupo integrado por gente razonable.

    Tras un breve tramo de carretera enfilamos una pista forestal asfaltada entre pinares, hasta alcanzar en un claro el monumento al Guarda forestal. Parecía un dolmen megalítico colocado allí por Obelix, pero no lo era; salvo que aceptemos que el megalítico se extendió hasta 1977.

    Primera parada para disfrutar desde el mirador de unas impresionantes vistas al Valle del Lozoya: el pantano de Pinilla al fondo a la derecha y más al alcance el pueblo de Rascafría y el monasterio de El Paular. A la izquierda, la impresionante sierra de Guadarrama, con Peña Lara majestuosa; Los Pájaros y El Nevero transmitiendo escalofríos. Un buitre leonado nos observaba con pocas esperanzas de completar el desayuno. Varias cabezas de ganado vacuno, mezcla de charolesa y limusina con la autóctona negra avileña (sabrosa carne del Guadarrama) nos miraron con extrañeza. Muy cerca, unos caballos que acabarán sus días en el plato de algún exquisito gourmet con gustos prehistóricos, masticaban pacientes sin preocuparse en exceso por su destino.

    Continuamos la marcha entre mucho pino y algún que otro roble, acariciando rosales silvestres o escaramujos, también llamados tapaculos por su fruto astringente. La flor de la retama, la amarilla genista, no estaba aún en su esplendor pero apuntaba maneras. Nos adentramos en los pinares del Paular o pinares de los Belgas donde, de cuando en cuando, las huellas de tractores y la acumulación de troncos de pino delataban una débil actividad maderera que ha sido la que ha impedido que esta zona se integrara en el Parque Nacional del Guadarrama. Todo se andará.

    Explica Pablo Olavide, enciclopedia viva de flora, fauna y buen criterio, que además de los buitres leonados que observamos en el mirador, la zona atesora picapinos, carboneros, herrerillos, pinzones, azores y gavilanes, pero que, especialmente estas dos últimas variedades, será difícil que hoy se acerquen a saludarnos. Tampoco esperamos ver jabalíes, corzos, zorros, gatos montés o nutrias, aunque es probable que estén al acecho en la espesura.

    Continuamos en permanente ascensión con la baja de Paula, que se negó a seguir subiendo, y que dio marcha atrás acompañada de Irena.

   Accedimos finalmente a una concentración de troncos de pino tan bien colocados que parecían un anuncio de Ikea. No sé si esa madera servirá hoy en día para algo, pero al menos a nosotros nos sirvió como merendero y zona de descanso, con la vista puesta ya en el descenso.

   Y con la alegría que da la cuesta abajo y la aparición del algún acebo, tanto macho como hembra, iniciamos el retorno con la única incidencia de Alicia encendiendo un cigarrillo y sin sospechar lo que nos esperaba más adelante. Cuando volvimos a cruzar la carretera del inicio y vislumbramos de nuevo el rio Angostura, Gloria, que hasta entonces no había tenido que echar mano del silbato, lo sopló hasta casi agotarle las pilas. 

No sabíamos qué dirección tomar: si río arriba o río abajo. Es decir que, tras una marcha apacible, el último kilómetro se nos resistía. Parte de la tropa inició un amago de rebelión que José Vicente controló con la sabia sentencia de que “si andamos más de la cuenta, eso habremos ganado”. 

   Al fin y al cabo los diversos GPS ofrecían distancias recorridas irreconciliables por lo que tampoco sabíamos si íbamos a andar más o menos de los casi 12 kilómetros en que al final quedó la cosa, tras casi cuatro horas de programa. Más o menos lo que dura una de las cuatro partes del anillo del Nibelungo de Wagner, pero menos pesado.

   Sin llegar la sangre al río, que nos quedaba a la derecha, enfilamos sendero abajo junto a un Angostura crecido, y disfrutamos de la mejor experiencia del camino, encontrándonos de propina con algún que otro abedul y sauce cabruno; agua a raudales y la esperanza de que ya quedaba poco, como así fue.

  Allí estaban esperando Irena y Paula que nos señalaron el camino hacia unos botellines de cerveza en Pinosaguas. Final del trayecto.


Juan Cacicedo








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