24/11/2018 Conjunta: Las hoces de Riaza: Pablo Olavide





Cada uno de nosotros lleva en su interior un paisaje bien sea real o imaginario. Un escenario donde reposar la mente y el espíritu cuando uno lo cree conveniente. Puede tratarse de remotas playas paradisíacas o altas montañas. Tal vez bosques o pueblos y ciudades con encanto. Tal vez el paisaje de nuestra niñez. A veces no es solo uno, sino varios. Sea como fuere, siempre hay un lugar, un paisaje, con el cual nos identificamos y deseamos acudir a él de manera física o mental. Para mí, de estirpe castellana por parte de madre, ese sitio son las Hoces de Riaza, en el corazón de la vieja Castilla, y hoy tengo la fortuna de enseñárselo a mis amigos. Nada hay más gratificante que compartir “los tesoros” con aquellos que apreciamos.

En el kilómetro 146 de la Autovía del Norte, la A1, se encuentra el pueblo de Milagros. Mi abuelo siempre lo mentaba al pasar por él, no sé por qué, pero yo sigo haciendo lo mismo, quizás por costumbre, y cuando llego aquí me digo: “estamos en Milagros”.  Y es en este pueblo donde hoy nos hemos dado cita, a las 9:15 de la mañana, todos aquellos que vamos a recorrer las Hoces del río Riaza.
Una vez agrupados nos dirigimos en caravana a nuestro destino. Cruzamos por pueblos durmientes, callados (Fuentelcesped, Castillejo de Robledo…), y circulamos por carreteras por donde solo transita el olvido; es esa España vacía de la que tanto se habla ahora… El paisaje es austero y sencillo, de enebros y sabinas. Algún bosquete de encinas, alguno de pino negral. Y Somosierra, envuelta en nieblas, se adivina en el horizonte.
Dejamos los coches (y la moto de José Arcila) junto a la vieja cantera que poco a poco va recobrando su aspecto natural y emprendemos la marcha. Descendemos por la carretera de servicio que da acceso al paraje y enseguida el lugar nos desvela sus encantos: las grandes peñas calizas de aspecto plomizo y oxidado, el río Riaza abriéndose paso entre chopos y alisos y ese viaducto del ferrocarril que parece ser la puerta de entrada a un paraíso perdido. Y los buitres (leonados) posados sobre los farallones a la espera de encontrar las condiciones óptimas para emprender el vuelo.
A los pies de la presa de Linares del Arroyo cruzamos el Riaza por un rustico puente de madera y lo acompañamos por su orilla izquierda. El río se arrastra silencioso, manso, e impregna al cañón una quietud inmaculada.
En pocos minutos alcanzamos el viaducto de la antigua línea férrea que enlazaba Madrid con Irún. José Vicente, como buen ingeniero, admira su elegante y sólida construcción, la armonía con que se integra en el entorno, los delicados detalles que adornan su estructura... Parece que viaducto y paisaje se abrazan en perfecta sintonía. 
Tras el puente del ferrocarril, el camino se interna en la espesura, en ese bosque amable que nos cobija y acompaña. Nuestros pasos siguen al Riaza y fijamos la mirada en los buitres que dibujan erráticos círculos sobre el cielo.
Llegamos al medio día a las ruinas de la ermita del Casuar sumidas en el abandono. Es el momento de reponer fuerzas y admirar el paisaje. Sobre las peñas cercanas, un grupo de chovas (pequeños córvidos amantes de barrancos y campanarios) ejecutan vuelos acrobáticos y rasgan el aire con sus graznidos. Este sonido tiene algo de primitivo, de salvaje, y a Mariane estos ecos la transportan al paisaje de su niñez en la Extremadura. Y a mí también.
Tras la pausa, más breve de lo que deseamos, emprendemos el camino de vuelta. Lo hacemos por el mismo sitio, siguiendo nuestros pasos, volviendo a observar la corriente tranquila del Riaza y los peñascos que nos protegen. Y los buitres, siempre los buitres, en el cielo como fieles compañeros de viaje.
En el viaducto ferroviario se vuelve a detener José Vicente, alza la mirada hacia la vieja estructura… y sonríe.
Ya solo nos queda el último empujón; subir esa carretera que, hace apenas unas horas, nos llevaba al interior de este espacio natural. Pero todavía hay tiempo para que Irena nos explique la formación de estas peñas, su carácter calizo, su origen marino… 
Y tras la última curva del camino, se vuelve a esconder este escenario: sus riscos de tonos ocres y plomizos, el río Riaza, la mirada inquisitiva de los buitres y el viaducto del ferrocarril. Se vuelve a esconder este paisaje que llevo en mi interior y al que acudo con frecuencia, bien de manera real o imaginaria.
En total hemos recorrido 13 kilómetros con apenas 130 metros de desnivel, pero, sobre todo, lo hemos pasado bien. Ya solo nos queda comer en el restaurante de La Veracruz, en Maderuelo, pero eso, ya es otra historia.
Hemos participado: Irena Jaroszynska, Begoña Mata, Silvia Caridad, Hedvig Ekstrand, Sonsoles Herrero, José Herrero, Florencia Martínez, José Vicente Almela, María Luisa Huidobro, Aida Luque, Teresa Rubio, Conchita Carvajal, María Franco, Mariane Delgado, Reinaldo Vázquez, Emilio Rodríguez, Nicole, José Arcila, Javier Rodríguez y este cronista. 
¡¡Buena semana, amigos!!
Pablo Olavide.
P.D. Si alguna vez me pierdo, podréis encontrarme en estas Hoces del Riaza…o si no, echad un vistazo por el Valle del Lozoya, por si acaso

No hay comentarios:

Publicar un comentario