24/3/2020; Conjunta; Viaje virtual al valle del Lozoya; Pablo Olavide


Nunca mi imaginación ha volado tanto por el Guadarrama como en estos días. Nunca he añorado tanto esos bosque y esos ríos; transitar por sus caminos y senderos. Desde el balcón de mi casa, vislumbro la sinuosa silueta de la sierra y voy nombrando cada una de sus cresta, cada uno de sus collados: Peñalara, La Bola del Mundo, La Maliciosa, Morcuera, La Pedriza… Si me asomo un poco más, casi jugándome el físico (vivo en un sexto piso), atisbo el Pico de La Miel. Y no puedo evitar sumergirme mentalmente en ese territorio para recorrerlo desde el refugio que hoy me brinda mi hogar; un virus letal me obliga a evocarlo desde la distancia.
Hoy quiero imaginar que me voy al valle del Lozoya, a ese paraíso cercano donde mi abuelo Julián empezó a enseñarme las primeras aves que aprendí: la cigüeña, el milano, la perdiz, la omnipresente urraca… Y para llegar a ese lugar, imagino que lo haría por Miraflores y allí me tomaría ese primer café para recordarme que el día comienza y todo está por escribir (incluso esta crónica). Imagino sus calles desiertas, aún dormidas, tan solo alteradas por la algarabía de los gorriones estrenando una nueva primavera. Tras el café, me dirigiría a Rascafría por el puerto de La Morcuera y al coronarlo acariciaría la ladera de La Najarra, emblemática cumbre a la que subimos cada Fin de Año. Desde aquí, la carretera atraviesa uno de los mejores robledales de nuestra sierra madrileña antes de llegar a Rascafria. Supongo que los árboles ya estarán echando las hojas nuevas, aterciopeladas y blanquecinas, y en esa espesura buscará refugio el azor.
Llegaría a Rascafria por dehesas salpicadas de fresnos trasmochos, así llamados por la drástica poda que reciben los árboles para, con su ramaje, alimentar al ganado. Y allí, en el pueblo, tendría la tentación de tomarme un segundo café en algún bar de la plaza donde antaño se encontraba un viejo olmo que cayó víctima de la grafiosis, fatal enfermedad que se llevó por delante buena parte de los olmos de nuestro país, y del resto de Europa. 
Me iría de Rascafria sin ese segundo café en el cuerpo, sería lo sensato, y en pocos minutos alcanzaría el monasterio del Paular para aparcar allí el coche. Botas, bastones y prismáticos para comenzar a caminar. Atravesaría el puente del Perdón y me detendría unos minutos para observar el Lozoya, o Angostura, como lo llaman a este río en su primer tramo. Nada tan evocador como el sonido del agua contra las piedras; nada tan hipnótico como el fluir de la corriente y perseguir con la mirada la hoja del chopo que se aleja. Con mis prismáticos, escrutaría las orillas con la esperanza de sorprender algún mirlo acuático o, tal vez, el destello azulado de un martín pescador sobre la rama de un sauce. Pero supongo que solo localizaría a alguna lavandera saltando de piedra en piedra. El nombre de este pajarillo de tonos grisáceos se debe, al parecer, a los rítmicos balanceos de su cola que recordaban a los enérgicos movimientos que antaño hacían las mujeres cuando lavaban en el río. Tal vez, se deba también su nombre a la tendencia de esta ave a frecuentar charcas, arroyos y aguazales.
Desde el puente del Perdón, el camino me lleva a las Presillas (lugar de recreo con chiringuito y piscinas naturales incluido) por terrenos donde pacen las vacas avileñas, negras y montaraces. Y en este escenario escucharía el enérgico piar de los pinzones y el rítmico canto de los carboneros que recuerda al rodar de una bicicleta mal engrasada. Quizás, me sorprendería el áspero graznido del arrendajo, córvido forestal de vivos colores. Lo llaman “el jardinero del bosque”, debido a su costumbre de esconder infinidad de bellotas para luego, en tiempos de penurias, dar buena cuenta de ellas. Pero, como es lógico, muchas son olvidadas por este singular pájaro y, de esas bellotas perdidas, nacen nuevos árboles. Estrategias que tiene el bosque para regenerarse. 
Pasado el bosque caducifolio de robles melojos, me internaría en el pinar de pinos silvestres, albares o de Valsaín, que de las tres formas son nombrados estos árboles. Y escucharía el tamborileo incesante del picapinos. Inútil localizarlo en la espesura.
Tras un recodo del camino, ahí donde el bosque clarea, divisaría la silueta del monasterio de Paular y, nunca como hoy, me sentiría tan próximo a aquellos monjes cartujos que habitaron este hermoso lugar para orar, meditar y cantar gregoriano, ese canto acompasado, salmónico, inmutable y eterno como las piedras del río Angostura que hoy sigo con mi imaginación.
Este conjunto monacal sufrió los efectos de la desamortización de Mendizábal; los cartujos se fueron y el conjunto fue pasto del saqueo y el abandono hasta caer en la ruina. Y fue a mediados del siglo XX cuando se empezó a recuperar el recinto religioso y fueron los monjes benedictinos quienes sustituyeron a los cartujos. Hoy, el monasterio del Paular vuelve a lucir su aspecto maravilloso y, entre sus tapias, resuenan los versos de aquel monje del Paular:
“Todavía hay un valle
y una tarde serena.
Y lejos, una campana
que suena en la serena
tarde, todavía”
Lo bueno de un viaje imaginario es que uno puede regresar a casa cuando le plazca, sin soportar atascos. Y yo lo hago.
Desde el balcón de mi casa ya no se ve la sierra, las sombras de la noche la cubren, y me limito a aplaudir a todos aquellos que hoy dan lo mejor de sí y velan por nosotros. “¡Muchas gracias!”, digo. Y cuando cesan los aplausos, vuelvo a mi clausura mientras pienso en esas soledades, hoy más que nunca, de nuestra sierra del Guadarrama.
El Cuaderno del Navegante 24 de marzo de 2020
Un abrazo.

1 comentario:

  1. Cuando no podemos disfrutar de la montaña, siempre queda el sillón y la buena compañía virtual.
    Gracias Pablo // Gracias Elias por compartirlo
    Olga

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