Día 26/06/2016

Crónica de senderismo

LAS PESQUERÍAS REALES

Al coronar el puerto de Navacerrada, camino de Valsaín, vienen a mi cabeza las palabras de Cesar Pérez de Tudela que tuvimos el privilegio de escuchar el pasado viernes: “Subir montañas no es un deporte, es la vida misma. Asumimos riesgos en cada ascensión, sufrimos en cada paso y disfrutamos intensamente de los buenos momentos”.
Su filosofía bien  puede aplicarse a quienes, sin coronar grandes cumbres, recorremos los senderos, caminos y veredas de nuestras sierras. Desde luego que esto requiere siempre un esfuerzo, dejar algo de nosotros mismos en cada paso, pero la recompensa de recorrer estos parajes es inmensa.

Hoy nos adentramos en las espesuras de Valsaín para recorrer las Pesquerías Reales: un camino que se trazó a la vera del río Eresma para que Carlos III disfrutara de estos parajes sin tener que ir brincando de piedra en piedra.

A las nueve de la mañana, en el área recreativa de Los Asientos, hace fresco y las últimas nieblas se aferran a las cumbres de La Mujer Muerta antes de disiparse y dar paso a un cielo azul. Hoy somos tres: Pilar Caridad, Gonzalo Lamana y este cronista. Somos un equipo pequeño pero tenemos el honor de cerrar esta etapa de excursiones antes de la tregua estival.

Guiados por Gonzalo, persona cabal y buen conocedor de estos andurriales, nos internamos en la espesura del pinar y acompañamos al Eresma en sus primeros pasos hacia el Duero, al que se unirá en la reseca meseta castellana lejos ya de estas cresterías del Guadarrama.
Caminamos a buen ritmo, en animada charla, escuchando la bonita melodía del rumor del agua y los cantos de mirlos, ruiseñores, petirrojos, mosquiteros y pinzones. La luz cenital se filtra entre las ramas de pinos infinitos arrancando al bosque mil matices de verdes. Pronto la arboleda se clarea y los pinos silvestres dan paso a robles melojos de proporciones imponentes, mudos testigos de otras épocas, tal vez de Carlos III, cuando estos cubrían buena parte del paisaje que hoy contemplamos. Llegamos hasta un pequeño acueducto que, sin ser romano —supongo—, se asemeja en sus formas a su hermano mayor de Segovia. En este punto se abre una inmensa pradera donde decenas de caballos pastan acariciados por un sol que ya empieza a apretar. Pasamos junto a ellos, apartándolos con recelo de nuestro camino, mientras los potros se mueven inquietos y corren en busca del cobijo de sus madres. Las ruinas del viejo palacio de Valsaín presiden esta inmensa alfombra verde y sobre sus muros unas grajillas se pelean por conseguir la mejor oquedad para colocar sus nidos. Un incendio, en 1682, acabó para siempre con este imponente edificio de los Habsburgo y años más tarde, ya con los Borbones, se erigió el cercano palacio de La Granja, inspirado en Versalles, para que la realeza siguiera solazándose por estos parajes.

El pueblo de Valsaín lo pasamos deprisa y corriendo, tratando de volver a encontrarnos con el río que nos lleva, ese Eresma alegre y juguetón que invita, en un día como hoy,  al baño. Pero somos gente seria y responsable y continuamos la ruta entre jaras y genistas en flor. Entre robles, fresnos, sauces y alisos. Inmensos bloques de granito, trabajados por hábiles canteros, conforman este tramo del camino y nos preguntamos con asombro el tremendo esfuerzo que debió suponer acarrear hasta aquí  semejantes piedras. Unos números tallada sobre una de ellas, dan fe del año que se llevó a cabo dicha obra: 1768.

Y así, imbuidos en la filosofía de Cesar Pérez de Tudela de ir paso a paso hasta alcanzar nuestra meta, llegamos a la cola del embalse del Pontón Alto. Es el momento de disfrutar de este entorno: contemplar la quietud de las aguas;  sentir el tacto  de las hojas de terciopelo de los robles; observar el vuelo silencioso de las aves… y a unos perros chapotear felices junto a la orilla.

Pero todo llega a su fin y debemos regresar,  remontar ese Eresma que nos ha traído hasta aquí. Volver a recorrer esta Senda Real y transitar bajo la ruina inquietante del palacio de Valsaín. Sentir de nuevo la mirada nerviosa de los equinos y el zumbido de las moscas.  Un arrendajo  —un córvido forestal de vivos colores— sale a nuestro encuentro en el último tramo y juega con nosotros al escondite de rama en rama. Pero  Los Asientos ya se intuyen y yo tengo la tristeza de tener que abandonar estas espesuras y esta grata  compañía. Es la vida, como diría nuestro querido Cesar Pérez de Tudela, y todo termina… Y todo vuelve a empezar.

Muchas gracias a Pilar y Gonzalo por compartir esta bonita excursión y a todos vosotros por haber disfrutado conmigo de estos buenos momentos en  esta sierra infinita.

¡¡¡Feliz verano, amigos!!!

Pablo Olavide.

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