12/11/2017 Sederismo. La Hiruela y la belleza del paisaje. Crónica Pablo Olavide

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La “sierra pobre” madrileña era, hasta hace unos años, un territorio olvidado y solitario fruto de la dramática despoblación que sufrió esta comarca en la década de los 60 y 70 del siglo pasado. Un terreno duro y difícil para la agricultura, las malas comunicaciones con la capital y los rigurosos inviernos hicieron que la gente tuviera que abandonar este entorno en busca de una vida mejor. Los pueblos sucumbieron en un lánguido abandono y los pocos habitantes que quedaron aquí se aferraron a lo único que les quedaba: la belleza del paisaje.
Hoy en día la “sierra pobre” ha cambiado y los pueblos se han reconstruido siguiendo los patrones de la arquitectura de la zona, las carreteras se han arreglado y los inviernos, ya no son lo que eran… Solo una cosa ha permanecido inalterable: la belleza del paisaje.
Hoy los senderistas del club Mirasierra nos hemos alejado de nuestra tradicional área de campeo, El Guadarrama, y nos hemos adentrado en esta “sierra pobre”.
A las 9:15 hemos quedado en el recóndito pueblo de La Hiruela y puntuales, hemos ido llegando al aparcamiento que se encuentra en la entrada de este. La mañana era fresca, fría dijo alguno, pero un cielo limpio de nubes presagiaba una mañana esplendida.
Tras numerarnos disciplinadamente, —veintiuno senderistas en esta ocasión— iniciamos la excursión atravesando La Hiruela. Contemplamos la armonía del pueblo, sus casas de pizarra y madera, sus calles tranquilas envueltas en el olor a leña que salía de alguna chimenea. Al final del pueblo tomamos una senda tortuosa que descendía entre robles melojos hasta el río Jarama.
Desde aquí acompañamos al río —mermado su caudal por la falta de lluvias— entre chopos, sauces y alisos que mostraban esta mañana sus mejores galas. Nuestros pasos nos condujeron al molino de Juan Bravo, ¡bravo por Juan!, abandonado en 1860 y donde tan solo unas piedras amontonadas dan testimonio de su presencia. Seguimos el curso del río, ese Jarama que nos acompaña y llegamos al molino de La Hiruela que, a diferencia del anterior, presentaba un aspecto magnifico fruto de una reciente restauración y donde se imparten clases de naturaleza. ¡Bonito lugar para aprender y respetar este mundo natural!  Aquí hicimos una breve pausa, el tiempo suficiente para admirar la belleza del entorno: los álamos temblones que se tiñen de naranja sobre un cielo azul y el sonido del agua que discurre mansa entre las piedras. También para observar un trepador (ave forestal) que se encaramaba a la copa de un roble.
Continuamos hasta salir a la carretera y La Hiruela se asomó entre los árboles como un pueblo encantado…, encantado de estar ahí. Enseguida abandonamos la carretera para adentrarnos por una pista forestal donde una carbonera (reconstruida) da testimonio de la importancia que tuvo el carbón vegetal para la subsistencia de los habitantes de la zona. Hoy en día, una vez cesada esta actividad, el bosque vuelve a recuperarse y a conquistar sus dominios. 
Recorremos este tramo emboscados entre robles, muchos de ellos centenarios, de troncos retorcidos y ramas abiertas como si se tratasen de inmensos candelabros. La luz de la mañana se filtraba en el bosque y esta jugaba con los árboles creando sombras caprichosas. De vez en cuando, en alguna curva, en algún requiebro del camino, el bosque se abría y nos permitía contemplar la belleza del paisaje: el bosque protector trepando por las laderas.
Pero la parada para reponer fuerzas se hacía de rogar hasta que llegó por fin, ahí donde debíamos abandonar la pista para afrontar una moderada subida por un sendero. Y aquí nos tomamos nuestros bocatas, nuestra fruta, nuestras nueces… 
Tras el almuerzo ya nos quedaba el último tramo, el último repecho. Llegamos a un pequeño collado. El sol nos volvió a acariciar y volvimos a contemplar el paisaje, siempre el paisaje.
Iniciamos el descenso al pueblo, a La Hiruela, que volvía a surgir como si fuese una isla en medio de la arboleda, con sus casas de piedra, sus tejados rojos, su iglesia con espadaña…
Y volvimos a caminar por sus calles, ahora más concurridas que esta mañana. 
En el Aldaba nos tomamos nuestra merecida cerveza servida por un tipo huraño al otro lado de la barra. 
Y tras la cerveza nos quedó la despedida, el desearnos una buena semana, el prometernos volver a transitar por estos parajes…y agradecer a Elías y Gonzalo por traernos a este lugar y a todos aquellos que hacéis posible que cada semana podamos disfrutar de la belleza del paisaje.
Algunos tuvimos la suerte de prolongar un poco más nuestra estancia en este pueblo, y dimos cuenta, en El Aldaba, de unos buenos judiones y otras suculentas viandas. Y el tipo huraño quiso congraciarse con nosotros y nos invitó a un excelente aguardiente de manzanitas verdes.
Hemos participado en esta ruta:  Elías Rodríguez, Inmaculada Sanz, Rafael García Puig, Gloria Fernández, Margarita Ruiz, Cristina Carrasco, Joaquín Sánchez, Esperanza Alonso, Rocio Eguiraun, Ricardo García Ramos, Marisa Ruiz, Sonsoles Herrero, Hedvig Ekstrand, Jose Eugenio Soriano, Alejandro Gutiérrez, Isabel Fernández, José Gutiérrez, Gonzalo Fernández Lamana, Pilar Caridad, Juana López y este cronista.
Distancia recorrida: 10,630 km

¡¡Buena semana, amigos!!
Pablo Olavide

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